Navegábamos al garete, perdidos en la mar desesperanzados por su pasmosa enormidad, sin referencia alguna después de la tormenta de la cual nunca siquiera soñamos superar. Divise a lo lejos una embarcación rancia de olor intenso, sobre la cual yacía un iceberg de queso blanco y sobre él, un alboroto bañado de frambuesa y fiambre...
Mire hacia el cielo por fin azul buscando a Dios, implorando misericordia, cada día alucinaba más, la tripulación y yo, su venerable Capitán, moríamos de hambre, una muerte lenta y sin honor, indigna para marineros y guerreros de la talla de mi valerosa tripulación.
Más de una vez habíamos tirado por la borda cadáveres escuálidos de marineros que habían sido incapaces de soportar tremenda tortura.
Amanecí acostado en la cubierta, con el sol de una mañana plena atosigando mis ojos pardos, me levanté y miré mis ropas carcomidas, descubrí entonces que parte de mi camisa de cañamazo, lucía rala y desfigurada por los estragos del sol y el agua del cálido mar del caribe, también noté que estaba manchada con excremento de ave, fue la mejor noticia en meses.
– ¡Marineros!, Hay días en que la mierda cae del cielo para nuestro propio bien – grite eufórico .
No dejaba de pensar en como algo tan banal, le había dado tanto sentido a mi vida o simplemente me la había salvado. La esperanza volvía a mi navío.
Escuche el canto de las gaviotas con sapiencia y parsimonia, deleitando mi mente que dejaba atrás el tormento y al fin revivía la esperanza.
Pronto divisamos tierra y con ella nuestra digna salvación.