Relegado y hecho un manojo de incredulidad y desesperación, él tomo su maleta y sin pensarlo, salió de su cuarto del apartamento cinco del tercer piso, con la mirada embravecida, el ceño fruncido y el corazón en la mano.
Apresurado y con desdén, bajo las escaleras sin pensar en el tajante ruido que a cada paso hacía con su enorme valija al azotarse contra los escalones de concreto… uno a uno, bajo los quince escalones hasta llegar a la puerta de la entrada.
Salpicado en odio y con una inflamable furia, intentó abrir la pesada puerta de metal de los departamentos, como era de esperarse en esas ocasiones la llave se atasco en la vieja cerradura, lo que exaltó su ira.
Al lograr salir de los departamentos avanzó unos pasos, volvió su mirada al edificio de apenas cinco pisos y de fachada carcomida por los años, de un color anaranjado que algún día fue tal vez más cobrizo, y apretando los dientes le dio un jalón a la maleta para deslizara por la banqueta, el único sonido en la calle eran las llantitas negras que chillaban al rodar, mientras se alejaba a paso firme del lugar que tantas veces llamó “hogar”.
Dos cuadras después y una antes de llegar a la avenida “Porto Bello” los primeros rayos de sol se dibujaban en el cielo. La luna se diluía junto a su recuerdo y daba pasó a un día más de esos que nadie desea vivir.
–Era demasiado bella- murmuró, al mismo tiempo que una mujer que salía de su casa le deseaba “Buonjorno”, él no respondió, siguió su camino hacia la estación. La ciudad le sabía amarga.
Al despertar se dio cuenta que habían pasado casi 7 horas, se sintió confundido aunque feliz de no haber sufrido las indulgencias de un viaje tan largo y tedioso.
El tren indicaba la última parada de su circuito en un pequeño pueblecito a la orilla del mar.
Bibione decía el letrero oxidado que se veía por la opaca y sucia ventana del vagón de tren.
Al bajar sintió la calidez del viento. Caminó sin parar hasta la vera del mar. El brillo del sol reflejado en la superficie del agua lo hizo olvidar por unos momentos su desdicha.
Clavadas en la arena las llantitas de su valija no sonaban más. Sonrió por primera vez en varios días y comenzó a correr mientras se sacaba la camisa, al llegar a la orilla se sumergió entre las olas, mientras pensaba en que ese, era otro mar, en que a esa hora y esa misma tarde tenía que renacer, en que el mar, además de lavar sus heridas, con su salinidad las cauterizaría, borrándoles para siempre.
“A la mar le he confiado mis penas y en sus aguas se lavaran.”
Aunque mi bisabuelo una noche sonriendo me contó esta historia y también me dijo que una nueva vida, comenzó ese día en Bibione.