Su hermosura asimétrica era impactante y balanceada. Era una Diosa. La naturaleza misma se ponía celosa de su belleza. Cuando ella se acercaba a las flores, se marchitaban de envidia, los lagos se evaporaban malhumorados, el mundo se colapsaba lleno de rabia.
Y ella simplemente no lo soportaba, no sabía porqué, pero desde que creó el mundo, su mundo, se desvanecía ante sus ojos.
Desde que tenía uso de razón, había tenido que soportar la ira y la envidia descomunal por su hermosura.
Era imposible que tuviera amigas, tampoco podía tomar una rosa en sus manos o bañarse en un arroyo. Sus propias creaciones se volcaban ante ella furiosas.
Su propia belleza era su castigo tan ordinario y a la vez tan severo que esfumaba su buen humor y simplificaba su vida.
Un buen día de Abril harta del mal trato sufrido decidió regresar al paraíso. En él encontró un sin fin de Diosas como ella plagadas de dones y belleza incompresible para nadie. Ahí también se sintió carente de identidad, se sintió una musa más, en el mar de perfección divino.
Abrumada se transporto al infierno y al llegar al él comprendió que ella a diario ya había vivido uno. Todos en el infierno le miraban consternados de cómo un ente tan divino había descendido por su propia voluntad al mismo averno.
Después de una emergente y poco fructifica audiencia con el mismísimo Satanás y abochornada por el calor de aquel lugar se decidió regresar al planeta de su creación.
Al llegar los habitantes de su planeta por primera vez valoraron su gracia divina y su presencia celestial.
Agradecida al fin y desbordante de algarabía y bajo fanfarrias, cambio la visión de su antigua desgracia, aquella que sufrió por cinco eternidades y optó por no volverse a revelar jamás, se desintegró en trillones de partículas que se esparcirían por su mundo generando brotes de hermosura con desplantes divinos que luego fueron llamadas mujeres.
Así cuentan los que saben que aquella musa celestial seguirá presente por siempre en su creación más original.