Él recién llegaba a esa estación, venía a bordo de un tren sin frenos que por pena de los dioses no se había estrellado unas cuantas millas antes. Bajó del tren y lo primero que pensó fue en respirar, en aclarar su mente y su corazón, en reconocer que cuando él compró el boleto de aquel tren no podría haber sabido de su estado, por lo que no le restó más que sentarse a meditar en la misma estación.
Su primera visión fue inolvidable: ella vestida de conductora de tren, sonriendo, honesta y feliz, formada en la fila del tren que cambiaría sus vidas; él sin reparar en nada más, inmediatamente se dio cuenta de quién era ella: no era sólo una conductora de otro tren, era el amor de su vida.
Tardó unos cuantos segundos en recobrar el aliento, nunca sabrá cómo lo supo, sólo que podría matar y hacer todo lo posible por nunca dejarla ir.
Ella en cambio dudó unos minutos, recordó los grandes momentos y el largo viaje que había transcurrido para llegar ahí y recordó que gracias a eso se había convertido en lo que era ahora, y que sin un antes, no había un después…
Y luego se besaron, mientras a ella se le encharcaban las pupilas y a él se le incendiaba la mirada.
Con la fuerza de un choque de trenes y casi en cámara lenta, suave y sin prisas se decidieron amar. Sin más, se propusieron no dejarse ir y ser felices; reír, compartir y como la mejor de las máquinas y el mejor de los vagones, no detenerse nunca.