lunes, 28 de septiembre de 2009

La Driada


En una casa vieja y húmeda, vivía un hombre solitario, que una vez escucho un murmullo del viento, era una noche placida y calurosa de verano, sus barbas color estaño remojaba cuando lo escuchó por primera vez.
Era como una melodía calida, intrigado salió curioso por la puerta de atrás y al abrirla escuchó con atención. Ahí estaba el silbido, ese murmuro, de sabor dulce y de afelpada textura, tan distinto que parecía complementar la luna llena que iluminaba su paso entre los matorrales, de manera precisa, parecía guiarlo.
Caminaba hacia él, cada vez lo escuchaba más y más fuerte, sobre un peñasco había una figura brillante, enajenado corrió hacia ella, era una Driada. Ente hibrido entre la naturaleza y la humanidad que cantaba mientras lavaba su largo y plateado cabello, murmuraba con regocijo y sin notar al hombre que atónito la miraba.
El riachuelo era la fusión de su cabello, con el reflejo plateado de la luna, donde la Driada se miraba con la vanidad de una diva.

¡Que hermosura!- pensó el hombre.

Al volver en si, él la intento tomar entre sus brazos, ella se difuminó como viento celestial, apareció en un árbol y con una sonrisa sensual desapareció de su vida por siempre.

Mientras amanecía, el hombre, no dejaba de buscarla, buscaba por todos lados, en los arbustos, debajo del agua, en los peñascos, moría por volver a escuchar aquel silbido inocente y peculiar. Mojado, cansado y sin aliento, se dedicó a observar el amanecer, era el más colorido que jamás hubiera visto.

Así el hombre se sentó en una roca justo debajo del peñasco donde había visto a su Driada.
Esperó durante la eternidad misma su vuelta, con la resistencia de una roca y la fuerza del roble.
Poco a poco el hombre etéreamente se transformó en un sentimiento inmortal.

Así fue como nació la esperanza, mezcla del sentimiento humano, con la magia de la Driada, que transformaron lo conocido, en fe a lo desconocido y la persistencia, en la promesa eterna.